EL CUADRO

EL CUADRO

Mis ojos recorren
una vez más
el beso del óleo sobre el lienzo,
siguiendo infinitos trazos,
aparentemente sin sentido,
pero todos conectados.
Su imagen hipnótica se adueña de mí,
me hace suyo,
me atrae hacia su negrura interior
y me llama.

Un sueño febril
se adueña de mí
y no me deja dormir.
Arkham me parece un villorrio
sucio y mugriento,
viscoso de lodo,
en el que se alzan las piras
para quemar a los herejes y las brujas
en las llamas de la purificación
de la maldad más pura
y la cobardía más absoluta.

Recorro los pasillos de la Miskatonic,
me pierdo entre los laberintos de anaqueles,
y busco el saber perdido,
el raro ejemplar que me dará la llave
para adentrarme en el reino del cuadro.

Busco y rebusco,
me alimento de pergaminos quebradizos,
letras de tintas casi invisibles,
palabras ininteligibles
y vocablos impronunciables.
Respiro el polvo de los siglos
que se ha ido acumulando
para ocultarse
y que la luz no lo pueda mostrar a nadie.

Y,
mientras tanto,
el cuadro
no cesa de llamarme.

Se forma una tempestad en el exterior,
la lluvia no cesa que cantarme
con su voz de sirena,
el fuego de la fiebre
se extiende por mis venas
y me consume muy lentamente.
El tic tac del reloj
es una cuenta atrás para mi corazón.

Se acerca el momento.
Se señala mi sentencia de muerte.

Se me acaba el tiempo.
Mi alma se condena.

Finalmente lo encuentro.
Un volumen que irradia odio y desesperación,
miedos e iras,
todo lo malo y terrorífico del género humano
condensado en un único tomo de piel y pergamino.
El grimorio me mira en silencio
dormido en su sueño de siglos.

El viento aúlla clamando venganza,
las estructuras crujen y parecen ceder
mientras camino con pasos torpes hacia el cuadro.
Me postro ante él,
como mi señor,
como mi sire,
humilde siervo,
apenas esclavo de palabra,
suspiro de humanidad en mí
que no queda sino consumir.

Me preparo.
Inspiro hondo,
lo miro una vez más
y separo los labios
para pronunciar mi plegaria sepulcral.

El Necronomicón habla por mi boca.
Mi lengua ya no es mía,
mis ojos no pueden ver
porque me han sido arrebatados
y mi alma se consume,
quedando reducida
a una imperceptible y oscura escoria
que acumulo en el interior,
como un cenicero custodia
la ceniza de un cigarro
que se consume lentamente
según pasan los segundos.

Y así quedo,
postrado y sin alma,
con un libro maldito abierto ante mí,
siendo una figura más,
pincelada con las negras manos
de un artista olvidado
con la pintura que les ha dado
mi espíritu
en el cuadro.



© Copyright 2014 Javier LOBO

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