EL CÍCLOPE

 EL CÍCLOPE

Restallan los látigos en las espaldas,
colocan los bocados
en las fauces de bestias ignotas
que nunca se vieron
y que todos rezan
porque no se vuelvan a ver,
mientras los rugidos de sus bocas ocultas
se elevan al cielo oculto tras el velo del polvo.

Unos capataces de miembros retorcidos
exigen la continuidad del trabajo,
que la faraónica obra no debe detenerse,
que las criaturas deben ponerse en movimiento,
que los esclavos deben mantenerse atareados.

Se elevan ciclópeas esculturas
de acero y cristal a los cielos,
templos sagrados a la vanidad
se erigen por doquier,
se olvidan los principios más elementales
mientras dejamos al hermano tirado sobre la mugre,
con la mano extendida y temblorosa,
esperando el óbolo de una caridad
que ha sido sepultada bajo toneladas de roca
a la que se le han añadido ingentes cantidades de argamasa
para fijar la sinfonía del odio
en nuestras circunvoluciones.

Miran los esclavos
por ojos de cuencas vacías,
ciegos,
con las espaldas insensibles
de tantos latigazos como han recibido,
caminando sobre los caídos
como si formaran parte del suelo desde siempre,
mientras las estrellas,
con sus pálidas pupilas,
han vuelto sus rostros hacia el oscuro eterno,
iluminando otros mundos.

Vuelven a restallar los látigos al aire,
sobre el suelo,
en las carnes.
Los capataces no cesan de rugir:
"¡Trabajad!
¡El cíclope está por venir!".

Y, mientras,
el mundo da otra vuelta.



© Copyright 2014 Javier LOBO


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