RELATO "EL CUERPO"

Siguiendo con la unificación de blogs, os presento este relato, originalmente publicaco en Secretos de R´Lyeh el viernes 31 de octubre de 2014.

Creepy Music (YouTube)

El CUERPO

Es la noche de Halloween y es tarde. No tengo ganas de estar aquí, en este lugar perdido del río Guadalquivir, oliendo a cieno y a los vapores pútridos que estas aguas de muerte emanan de toda la flora y la fauna que se corrompen entre sus aguas.

Busco a Helena. Se llama Helena. Bueno, se llamaba, porque estoy convencido de que está muerta. Lleva tres días desaparecida. Lo último que supieron sus padres es que se iba al pueblo de al lado a ver al chico con el que estaba saliendo, pero nunca llegó a su destino.

Cuando vi el atestado, la cosa estaba muy clara: suicidio. Tenía varios intentos de quitarse la vida a sus espaldas. Pastillas. Cuchillos. Cuerdas. Todos terminaron en fracaso para sus intenciones, con una temporada en el Hotel Demencia, donde las paredes acolchadas con los lugares en los que reposar las cansadas cabezas de sus inquilinos, donde se comen pastillas como chucherías, donde la locura campa a sus anchas, y del que nadie sale con la cordura en sus casillas, sino más bien con los cabales completamente perdidos.

Llevo tres días sin dormir, encabezonado en encontrarla, en poder devolverle la paz a una familia rota por el dolor y el llanto, por la pesadumbre de no saber dónde se encuentra su hija.

El novio quedó inmediatamente descartado. No se encontraba en las cercanías en las horas de la desaparición de Helena. Corroborado por testigos, cámaras de videovigilancia y por el GPS de su móvil.

Entonces, ¿dónde estás niña?

Estudio sus hábitos, sus costumbres. Me he llegado a meter en sus cuentas de redes sociales y he visitado su dormitorio. Ningún libro, ni cuaderno de apuntes o diario. Paredes desnudas, sin fotos de ídolos de juventud.

Todo está en su móvil, y el terminal se encuentra apagado/fuera de cobertura, así que no puedo consultar sus fotos, sus mensajes, y cualquier otro detalle de interés que pudiera albergar en sus entrañas.
Sus amistades, sus zonas de marcha, los lugares que gusta frecuentar, todo se encuentra en un pantanoso trozo de terreno, donde el lodo es el único elemento destacable en casi un kilómetro a la redonda.

Visto así, un kilómetro no parece mucho, pero para un solo hombre sí que lo es. Hay cientos de lugares en los que poder esconderse, en los que un cuerpo puede permanecer atrapado durante meses sin llamar la atención ni ser descubierto, hasta pudrirse y ser pasto de los carroñeros que pululan por estas aguas hasta que no quedaran de él ni los huesos.

En su perfil de una red social he encontrado una foto recurrente, una vieja casona abandonada y derruida que hay en mitad de uno de los pantanos que se forman entre los meandros del río Guadalquivir a su paso por esta parte de la provincia.

Son varias fotos las que tiene de la ruina: atardeceres, noches, con niebla,… En varias de las publicaciones hay cosas escritas.

Una dice: “mi hogar me llama”.

Otra dice: “es mi puerta a la liberación”

Quizás, de entre las varias que hay, la publicación más interesante e inquietante es esta, en la que le dedica un poema:

“Por el horror y la gracia,
en la noche de los malditos,
cuando los santos pretenden proteger la Tierra,
mientras los hijos del Mal huellen
la luz de la luna sobre el suelo,
inmortal seré,
y de mi pútrida envoltura carnal
me desharé”.

Es la única pista que tengo, es un clavo ardiendo al que agarrarme, pero es lo único que me queda para continuar con esto.

Y no pienso tirar la toalla.

Llevo caminando un buen rato. Agradezco las botas que llevo puestas porque impiden que se me filtre el agua dentro y las bacterias me devoren los pies mientras avanzo apartando los retales de niebla que se entrecruzan en mi camino.

Arriba, coronando el cielo, hay una rechoncha luna llena que me mira burlona, como diciéndome que esta vez voy a perder.

Sé lo que me voy a encontrar: un cadáver abofado, irreconocible, casi el doble del tamaño que tuviera en vida, con un color de piel macilento, puede que con unas sombras moradas o azuladas alrededor de los labios y de los hinchados párpados, más próximas a la forma de pelotas de tenis que a unos ojos humanos, emitiendo un pútrido aroma que, dulzón, se introduce en la nariz impregnando las papilas y ya no se va.

Seguramente, la fauna del río, en ese inevitable e imparable ciclo natural que le caracteriza a lo salvaje, ya se estará nutriendo de su cuerpo: cangrejos de río picoteando en sus ojos, albures y otros peces como las anguilas nutriéndose vorazmente de las partes sumergidas de su cuerpo, mientras las larvas de los escuadrones de la muerte entomológicos se precipitan por entre los hinchados labios, saturada la boca de su presencia, en busca de nuevos territorios en los que poder cebarse.

Ya lo he visto demasiadas veces.

Aparto ramas resecas cubiertas de musgos pestilentes que se retuercen como malas intenciones tratando de impedirme el paso, de cortar mi avance, pero no lo hago. Soy un buen policía, soy un profesional de lo mío, y no tiro la toalla fácilmente.

Sin embargo, esta noche, este Halloween, hay algo que ha hecho anidar el miedo en mi corazón. No sé si es la pálida luna llena en el cielo, no sé si son las sombras que se deslizan por el suelo y sobre los girones de niebla con vida propia, como si los árboles cobraran vida, como si la boca del Infierno se hubiera abierto para escupir sus peores maldades a la tierra durante unas horas.

Entonces la veo.

La vieja casona.

Esta zona se evita en las patrullas. Siempre. Es de difícil acceso, y no pocos coches han sido tragados por el lodo hasta el oscuro y siniestro fondo de sus entrañas, como un animal hambriento. Al igual que los vehículos, ha devorado caballos, cordero  y, naturalmente, personas.

De hecho, los habitantes de la zona, los cangrejeros y los pescadores tradicionales de esta parte del Guadalquivir, evitan esta zona porque creen que está maldita. Hay un sinfín de historias sobre este lugar, desde crímenes macabros hasta maldiciones, aquelarres y ritos satánicos, sin olvidarnos de apariciones, hombres lobo y vampiros.

Todo un elenco de fantasías populares que, no obstante, y según mi propia experiencia, alguna base de verdad tendrán.

Avanzo a trompicones entre la niebla, sintiendo el beso del lodo en mis suelas que me dificulta pisar, o tropezando como un niño pequeño que aprende a andar con alguna piedra que no puedo ver porque las tinieblas y la bruma me envuelven los ojos.

Avanzo hasta llegar a la casona.

No es más que un conjunto de maderas putrefactas, sin cristales, donde un antiguo muro de ladrillos se ha venido abajo, dejando ver sus entrañas al mundo, un conjunto de habitaciones vacías, llenas de sombras que contarían mil historias oscuras si pudieran hablar.

De entre los ladrillos caídos surge un chapoteo siniestro.

Aguardo unos segundos en silencio mientras miro el reflejo de la luna sobre las oscuras y negras aguas del Guadalquivir. No se mueven, no hay ni siquiera una suave brisa. Ese chapoteo parece, entonces, y descartando la corriente del río, de origen animal.

Vuelvo a escuchar el chapoteo, esta vez más fuerte.

Camino todo lo rápido y silencioso que puedo hacia el foco del sonido.

De fondo, escucho el agudo alarido de los murciélagos en la noche, y el áspero ulular de alguna lechuza que se oculta entre las sombras.

Cuando llego a las ruinas de lo que un día fuera una imponente propiedad, escucho un susurro aspirado que surge de alguna parte entre la niebla.

Una sombra nívea, de un blanco inmaculado, se materializa durante un instante ante mis ojos para desaparecer de inmediato con un poderoso aleteo. Veo una rapaz nocturna que identifico como una lechuza disolverse entre la bruma.

Siento escalofríos en mi espalda. El cabello de la nuca se me ha erizado. La sangre se me ha helado en las venas.

Nuevamente, vuelvo a escuchar un chapoteo procedente de las ruinas.

Por precaución, desenfundo mi arma y le aplico una linterna que llevo, y la enciendo. No había querido encenderla antes para no delatar mi presencia en el lugar, porque no puedo descartar la posibilidad de que la desaparición de Helena haya podido ser un secuestro, pero ya me da igual.

Tengo una sensación, un miedo que no es miedo, que es una alerta que…

El haz de luz disuelve la calígine, mostrándome unas inquietas y nerviosas gotas de agua que relumbran al contacto con la luz como insectos aturdidos por un brillo en las tinieblas, como si lo que estuvieran haciendo aquellas partículas de agua es tratar de impedirme el paso a cualquier costa.

Me acerco al conjunto de ladrillos caídos. El aroma de la madera podrida me marea, pero se convierte en algo agradable, casi adictivo. Me gusta ese aroma.

Reparo en que los ladrillos forman una especie de pretil, de muro de contención tras el que todo es oscuridad, una oscuridad tangible, casi física.

Me asomo por encima de la pared derruida, con el haz de luz de mi linterna por delante, quebrando la oscuridad que se extiende ante mí, que parece ocultarse buscando una seguridad tras los fragmentos de barro cocido.

Entonces lo veo.

Es una enorme masa de agua, sucia y pestilente de la que parecen ascender unas columnas de vapor, como emanaciones de un caldero donde se cuece algún alimento. Veo raíces retorcidas que emergen y se hunden en el agua como lomos de fantásticas serpientes, veo trozos oscuros de madera putrefacta cubiertas de unos extraños hongos de apariencia esponjosa que emiten una fosforescencia fantasmagórica como las garras de una bestia infernal, y un par de raíces de grueso calibre que me hacen intuir que pueda haber un árbol en el interior de la desvencijada estructura.

Pero me fijo bien, y me doy cuenta que lo que parece ser la base de un árbol es, en verdad, dos piernas que voy recorriendo con la luz LED de la linterna mientras bordeo la boca del abismo como un ángel la puerta al Infierno, hasta que la rodela blanca descubre el cuerpo.

Helena.

Veo el torso, las piernas, los brazos que se doblan sobre el pecho, pero hay una parte de ella que no se puede ver, oculta entre sombras, como si hubiera un obstáculo entre los dos que no puedo ver porque la niebla se vuelve a espesar y me impide distinguirlo.

La luz me revela que los ladrillos del muro se han precipitado por esa sima hasta hundirse en las aguas putrefactas que han quedado allí acumuladas, formando una especie de escalera natural, que decido usar para descender a los Infiernos.

El aire se va viciando a medida que voy descendiendo, paso a paso, muy despacio, encañonando con mi arma por delante, usando los otros tres apoyos naturales de mi cuerpo para descender, inquieto, escaneándolo todo porque no sé qué me voy a encontrar.

Zumbidos de mosquitos. Moscas en mi boca. Me comienza a picar todo. Bajo el agua, algo se desliza a toda velocidad.

De nuevo resuena en la oquedad de este espacio el chapoteo, esta vez menos violento que las veces anteriores, mucho más suave, como una caricia.

Finalmente, llego al fondo de la cueva. Es extraño. El cuerpo no está abofado, y el color de la piel no es tan repugnante como el que suelen mostrar los ahogados cuando son rescatados de las aguas. La palidez cadavérica está ahí, qué duda cabe, y la piel tiene esa textura tan característica de los muertos. Pero no despide ese hedor característico del que muer en un pantano, ni parece que el agua la haya maltratado. No veo señales de impactos o de arrastres, no veo ninguna señal que me indique que ha sido víctima de una muerte violenta.

No tiene señales de muerte traumática.

La toco. La piel está fría, característica de los cadáveres. No hay pulso. Pongo una mano sobre las fosas nasales. No hay hálito. Su cara muestra ese particular rictus que la muerte imprime a sus posesiones.
No me cabe duda, está muerta.

Sin embargo, muestra una extraña belleza, rutilante, que nunca tuvo en vida. He visto sus fotos y no era una chica guapa. Sin embargo, ahora muestra una hermosura seductora, hipnótica.

Y hay dos detalles que me llaman poderosamente la atención.

Los brazos están cruzados sobre el pecho, aferrando con dedos finos unas rosas recién cortadas que no crecen por aquí.


De otro, muestra una dulce sonrisa, como si la muerte hubiera sido su éxtasis definitivo.

Mientras medito esto, abre los ojos y me mira fijamente. Dos lágrimas de sangre caen de sus lacrimales mientras los labios se alzan mostrando una hilera de afilados dientes, que nada tienen que ver con los dientes amarillentos y torcidos que mostrara en vida.

© Copyright 2014 Javier LOBO. Todos los derechos reservados.

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